Roservind era un robot autómata y trabajador en las minas de Yanacocha. A sus 160 años de edad, él aún estaba en servicio efectivo. Nunca descansaba salvo los días en que tenía que recargarse de energía o en los mantenimientos de máquinas autómatas.
Este robot servía en un época después de la “Gran Revolución Robótica” (fue de mucho mayor impacto que la Revolución Industrial) y poco después de la R.R.I. (Reforma Robótica Industrial) en las que millones y millones de robots fueron destruídos en todo el planeta por manos humanas. Aunque estas máquinas con inteligencia artificial eran muy avanzadas, nunca significaron un peligro para la humanidad. Ya que su inteligencia nunca llegaría a ser comparada con la de un humano. Nunca tendrían la ambición y maldad para matar seres vivos. O tener lo que los humanos tienen en especial… esa cosa llamada, alma.
Roservind tenía una estructura morfológica de un humano. Cubierto de metal resistente a la corrosión, su rostro no reflejaba emoción alguna. Éste servía como multiusos en la industria, ya que en toda una planta industrial sólo podría haber como máximo 3 robots según la ley 5 de la R.R.I. Su principal labor era de personal de limpieza, médico, contabilizador e instalador de dinamitas; aparte de otros trabajos más. Diariamente era víctima de humillaciones por parte de los trabajadores. Le escupían, lo pintaban, meaban en su cuerpo metálico y éste no entendía la burla de los que se reían de él.
Un día Roservind estuvo trabajando a 4000 metros bajo tierra con más de 100 mineros. Fue entonces cuando sucedió el siniestro: hubo un derrumbe que cubrió de rocas y tierra a todas las entradas de la minas. Tardarían más de 8 meses en rescatarlos, si estuviesen con vida.
Después de 4 meses los trabajadores empezaban a morir uno en uno por hambre y sed. Incluso la ayuda médica del robot no fue suficiente para los desgraciados. Tan sólo quedaban unos 10 de los 100 que había. El robot no podía hacer nada y tan sólo se dedicaba a observar la agonía de los restantes. Aunque no tenía emociones, podía pensar. Y recordó los viejos tiempos que tenía un su base de datos de memoria, en que servía a una familia como mayordomo. Familia que lo vendió a un chatarrero, pero… él nunca sintió disgusto alguno. Nunca comprendía por qué las personas lloraban, reían… Eran tan impredecibles. Vio al último minero vivo al borde de la muerte agarrando una cruz y en la otra mano una foto de su familia, éste lloraba y poco después, murió.
El robot quedó totalmente sólo con los cadáveres. Y por primera vez se preguntó que le hacía diferente a los humanos. ¿Por qué ellos van al cielo y los robots… no? Los animales no van al cielo —se decía a sí mismo— ¿Por qué los humanos sí? ¿Yo podría ir al cielo? De esa manera el robot se formulaba muchas preguntas. En una de ésas, recordaba cuando hubo una huelga de trabajadores de la mina. Éstos reclamaban sus derechos, tenían metas en la vida. Recordaba los grandes triunfos en la historia de la humanidad; lograron sus metas… sus sueños.
Varios días después las luces dentro de la mina se apagaron y el robot quedó en total oscuridad… y se preguntó: ¿Cuál es mi meta en mi existencia? Prendió la luz de su casco y empezó a leer una biblia que tomó de un cadáver.
Pasaron más de nueve meses, y llegó el rescate… sólo sacaron al robot.
Una vez fuera. Todos miraban con odio a este. Sin motivo alguno un supervisor le dijo al robot:
— ¡Tú… Vuelve a tu trabajo!
El robot se quedó parado frente al supervisor, que quedó sorprendido porque todos los robots siempre ejecutaban una orden rápidamente… pero éste era diferente.
— ¡Vuelve a tu trabajo!—le seguía exclamando el supervisor. Pero el robot logró entender la diferencia entre robots y humanos… era el alma. Según las sagradas escrituras, el alma era única en cada ser humano y la que se iría al cielo o al infierno dejando el cuerpo material.
— ¡No escuchas robot estúpido! — Roservind se preguntaba: ¿Cómo puedo pensar independientemente sin obedecer las complejas líneas de programación? ¿Cómo haría para obtener un alma? Y sin darse cuenta el robot ya tenía una meta… un sueño. Ahora sólo faltaba darle el punto de inicio a su largo camino… una palabra:
— ¡Renuncio!
Y desde ese momento Roservind acababa de nacer.
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